Érase una vez hace mucho tiempo un país muy lejano. En él convivían, más o menos en armonía, personas muy diferentes con oficios diversos.
El más poderoso era el emperador. Su palabra se escuchaba con sumo cuidado y era la ley. Todos le respetaban, le prestaban atención y obedecían sus indicaciones y órdenes sin cuestionarlas. Los nobles también tenían un papel relevante, eran poseedores de grandes extensiones de tierras y tenían a su servicio a muchas personas, por lo que éstas acataban sus órdenes (con mayor o menor gusto) y atendían sus palabras.
El resto de la comunidad estaba compuesto por más hombres y mujeres de diferentes edades. Cada uno tenía su oficio y se agrupaban en gremios como los constructores, granjeros, carniceros, herreros, conductores de carros, cazadores, leñadores, tenderos, filósofos, pescadores, ilustrados, maestros, guerreros, trovadores, juglares, carpinteros, picapedreros, alguaciles y muchos más.
Es cierto que también había pillos, bandoleros, ladrones y personas que no hacían nada de provecho, pero todos sabían que formaban parte de la sociedad y cuál era su misión y su posición en ella, lo que no impedía que de vez en cuando alguna persona se convirtiese en un miembro destacado de la comunidad al enriquecerse con su trabajo, rescatar a una princesa o matar a un dragón, por ejemplo.